lunes, 5 de julio de 2010

El nudo gordiano de Zapatero

Corría el otoño electoral de 2003, cuando Zapatero, al igual que  Gordias, anudo un nudo del cual no se ha podido deshacer, embrollandolo cada día más, se diría que va a acabar ahogado por él.  en aquella tarde mitinera, ante un Palau totalmente abarrotado, el Presidente prometió:

"Apoyaré el estatuto que salga del Parlamente de Cataluña".

Desde entonces, el parto del Estatuto Catalan ha ido liando hasta conformar un nudo gordiano, tan dificil de desatar como el de la leyenda. Es más, la solución que exige deberá ser tan imaginativa y arriesgada como la tomada por Alejandro Magno:

"Es lo mismo cortarlo que desatarlo"

Ayer, las primeras palabras del Presidente Rodriguez, tras conocer el fallo del Tribunal Constitucional (TC) sobre el recurso de inconstitucionalidad del Estatuto de Cataluña, presentado por el PP, el Defensor del Pueblo y otras instituciones, fueron:

"Mi doble satisfacción: por el esfuerzo realizado para dar cauce a la voluntad de reforma, y por haber esta prosperado en sus objetivos esenciales al amparo del marco constitucional"
Sin comentarios.

Reproduzco integramente el editoral de El Mundo de ayer, 4 de julio, porque me parece insuperable.

El parto de 'Torcuata'

Ayer se cumplieron 34 años de aquel 3 de julio de 1976 en que el último presidente de las Cortes franquistas, el tan altivo y distante como inteligente y agudo Torcuato Fernández Miranda, pronunció ante la prensa, al término de una reunión clave del Consejo del Reino, la frase destinada a convertirse en el abrelatas institucional de la Transición: «Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que el Rey me ha pedido».







También era un sábado muy caluroso. En el Madrid efervescente y ansioso que, a falta de partidos legales, vivía el apogeo de los cenáculos políticos prevalecieron durante unas cuantas horas dos noticias -una mala y una buena- que resultaron ser igualmente falsas. La mala era que el arrogante catedrático asturiano, altamente valorado por el Rey, pero poco querido entre sus coetáneos, no sólo había doblado la mano del Consejo del Reino, sino que tenía la desfachatez de jactarse públicamente de ello. La buena, que, gracias a esa imposición, Don Juan Carlos iba a cerrar de forma inminente la crisis abierta tras la dimisión inducida de Arias Navarro con el nombramiento de José María de Areilza, el favorito de intelectuales, aperturistas y demócratas en general, como nuevo presidente del Gobierno.






Pero a las ocho y media de la tarde, ante la estupefacción general, TVE anunció la designación de Adolfo Suárez. El nombre del cosmopolita Areilza ni siquiera había estado en una terna en la que relucían las figuras de Federico Silva y Gregorio López Bravo, paladines de las dos familias «católicas» del régimen, y en la que el finalmente elegido parecía ir de mera comparsa. Eso es, al menos, lo que creyeron la mayor parte de los 16 miembros del Consejo del Reino que durante dos días habían ido cribando una lista de 32 nombres, sin que Fernández Miranda les transmitiera ninguna consigna previa. Su habilidad había consistido en ir haciendo avanzar al candidato del Rey sin que se notara, apuntando sutilmente cualidades coincidentes con las de Suárez, hasta situarle en la última votación como alternativa al candidato indiscutible del sector azul, Rodríguez de Valcárcel, cuya grave enfermedad -¡qué lástima que Alejandro…!- fue oportunamente enfatizada.






Ese era el verdadero significado de la frase, aparentemente campanuda y fatua. Fernández Miranda había conseguido que un órgano colegiado, integrado por personalidades de peso, celosas de su reputación y su conciencia, adoptara libremente una decisión inimaginable para quien no estuviera en el secreto, pues como el propio Adolfo Suárez decía de sí mismo, él no era, dentro del escalafón del régimen, sino «un chusquero de la política».






Lo que estoy evocando no es una mera escaramuza para curiosos de la historia reciente, porque al «estar en condiciones de ofrecer al Rey» eso que el Rey le «había pedido», Fernández Miranda estaba dando el paso decisivo para transformar la democracia orgánica franquista en una monarquía constitucional, mediante una técnica providencialmente diabólica: «De la Ley a la Ley, sin apartarse de la Ley». A partir de ese primer sábado de julio el proceso ya no tuvo vuelta de hoja.






Cuando en diciembre de 2004 yo me permití asimilar los primeros balbuceos de María Emilia Casas como presidenta del Tribunal Constitucional, poniendo en duda el concepto de Nación española que le correspondía proteger, a aquella estrategia de desmontaje del franquismo desde dentro, hasta el extremo de rebautizarla como Torcuata Fernández Miranda, uno de los hijos del ilustre difunto me envió una carta impregnada de toda la acidez que ocasionalmente podía caracterizar a su padre, pero desprovista de la honda perspicacia que nunca le abandonaba. Pese a haber hecho una estimable carrera política, aquel hombre no había entendido nada.






Yo no estaba equiparando ni la altura intelectual, ni la talla moral, ni el papel político de ambos personajes, sino su hoja de ruta, su técnica jurídica, su receta para producir un cambio constitucional por vía de deslizamiento. En ese momento el proyecto de Estatut, promovido por Maragall y Zapatero, aún estaba cociéndose en el horno de la ponencia del Parlamento catalán y dominaban los pronósticos de quienes auguraban que nunca pasaría de esa fase, pero las alocadas reflexiones del presidente sobre la Nación como «algo discutido y discutible», combinadas con esa inaudita pulsión autodestructiva de la guardiana del orden constitucional, ya auguraban lo peor.






Por eso escribí: «En manos de la señora Casas no está, afortunadamente, cambiar la Constitución, pero sí señalar el camino para hacerlo… Estimulando con sus palabras a prefigurar, a través de la reforma del Estatuto catalán, los hechos consumados que deberían obligar al PP a rendirse a la evidencia de una mutación de facto de la realidad constitucional, cualquiera diría que la señora Casas anhela poder pronunciar algún día la misma frase que supuso la apoteosis del cínico catedrático asturiano que dinamitó el franquismo: "Estoy en condiciones de ofrecer al presidente Zapatero lo que el presidente Zapatero me ha pedido"».






Pues bien, ese día llegó el lunes cuando, tras urdir un último apaño a dos bandas con los incondicionales del Gobierno y el Dúo Sacapuntas, María Emilia Casas logró que el Tribunal Constitucional avalara por seis votos contra cuatro la legalidad de la mayor parte de los artículos del Estatut. Es cierto que lo que a Torcuato Fernández Miranda le costó unos meses de gestación, y día y medio de ejecución, ha supuesto en el caso de su émula un elefantiásico parto de más de cuatro años de contracciones y espasmos; y también es cierto que la tesis de Carlos Marx -a propósito de los golpes de Estado de Napoleón I y Napoleón III- de que la Historia siempre se repite como farsa, ha quedado refrendada en este caso con especial intensidad esperpéntica. Pero, o mucho me equivoco, o también ahora hemos cruzado el punto de no retorno en el tránsito del régimen constitucional del 78 a otro de perfiles como mínimo inquietantes.






Sólo su obsesión por la conquista del poder a corto plazo explica la mezcla de conformismo e incluso alivio con que el PP de Rajoy ha acogido el fallo y el propio Aznar se ha quedado corto. Es cierto que hasta que no se confirme la literalidad de la sentencia en lo que se refiere a las 24 «interpretaciones conformes», no se podrá emitir un juicio definitivo, pero, a juzgar por lo filtrado, tendremos que pasar de lo simplemente desastroso a lo decididamente catastrófico, pues ya sabemos que en todo lo esencial se trata de una resolución encaminada a facilitar el desbordamiento del marco constitucional fingiendo que lo preserva.






Los ejemplos son innumerables, empezando por el ardid del preámbulo. Lo que en el fondo ha hecho el Alto Tribunal al enfatizar algo tan obvio como que la autodefinición de Cataluña como Nación carece de «eficacia jurídica» -faltaría más- es blanquear su inclusión como verdad revelada e hito de referencia del relato nacionalista del que se desprende el resto de la norma. Si el Tribunal hubiera querido zanjar de verdad esa cuestión seminal, habría anulado el preámbulo. Al consentir su vigencia con esa especie de nota a pie de página, no viene sino a potenciar el carácter de asignatura pendiente de la reivindicación soberanista. Menudo precedente para cualquier norma jurídica: con la coartada de que lo afirmado no es de aplicación práctica, cabe a partir de ahora incluir en ella postulados que distorsionen o incluso neutralicen su propia sustancia. ¿Qué broma es ésta, alegarán las generaciones venideras, de que a quienes se han definido institucionalmente como Nación se les trate de contentar con un simple estatuto de autonomía? Pero hoy la pregunta debería ser a la inversa.






Ítem más, si los magistrados Aragón y Jiménez hubieran votado contra los demás artículos que establecen «los derechos históricos» como fuente de soberanía, proporcionan a las instituciones catalanas competencias exclusivas del Estado -de manera flagrante en materia de política exterior- o las sitúan en un plano de bilateralidad con las españolas, su actitud habría sido coherente. Pero como no lo han hecho, quedo a la espera de conocerlos -y de seguir su trayectoria, nombramientos, condecoraciones y demás recompensas- para dictaminar si es que son demasiado tontos -los más tontos de varias promociones de juristas- o demasiado listos.






El otro gran brindis al sol es el de las «interpretaciones conformes». Con razón apuntaba el jueves Secondat, que algo sabe de la materia, que mantener la vigencia de una norma con la salvedad de que debe entenderse de una manera determinada, supone lavarse las manos al modo del «despreciable Pilatos». Sobre todo cuando esa acepción es la menos obvia de todas las posibles y el tribunal no tiene mecanismos de control directo que garanticen el acatamiento de sus restricciones.






De nada sirve que se anule la caracterización del catalán como idioma «preferente» si se da por buena su condición de «lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza». Sobre todo cuando una patética «interpretación conforme» no sólo preserva la inmersión obligatoria, es decir, el circuito único de enseñanza en catalán y por lo tanto la inaudita imposibilidad de estudiar en español en una parte de España, sino que lo hace mediante la cínica simulación de que ni ese atropello está sucediendo, ni está en el ánimo del legislador fomentarlo. Si lo publicado esta semana es lo que finalmente aparece en la sentencia estaremos ante la mayor vileza intelectual que se recuerde y Casas, Sala, Gay, Pérez Vera y el Dúo Sacapuntas merecerán que los viandantes les digan de todo menos bonitos durante el resto de sus vidas.






No sólo se trata del abuso más grave que va a quedar convalidado, sino también del ejemplo más elocuente de la esterilidad de las «interpretaciones conformes». ¿O es que alguien cree que por muy clarificadora que hubiera sido la pérfida digresión de los magistrados, el Gobierno desandaría ahora su decisión de no recurrir la Ley de Educación catalana, después de haber sacrificado el propio pacto de Estado sobre la Enseñanza promovido por Gabilondo, con tal de no molestar al PSC?






Ya han oído a Artur Mas. Al mantener abiertos tantos melones, el Constitucional va a impulsar no sólo décadas de litigios en torno a los límites del Estatut, sino décadas de negociaciones políticas sobre cómo interpretar las «interpretaciones conformes». Y con una manga tan laxa por parte del Tribunal, lo determinante va a ser el número de escaños que necesite el gobernante de turno de las fuerzas políticas catalanas. Como bien ha apuntado Salvador Sostres, vuelve el tiempo de los «pescadores» avispados en el río revuelto de la ambigüedad legal y la aritmética parlamentaria. Zapatero no sólo no ha cerrado así el proceso autonómico, sino que ha reabierto una subasta al alza de la que no querrá quedar excluido nadie. Si él mismo acaba de dar el peor de los ejemplos prometiendo «reforzar» el Estatut, devolviéndole parte de las competencias judiciales incluidas en los artículos directamente anulados por el Tribunal, qué no estará dispuesto a hacer cuando la materia sólo afecte a las «interpretaciones conformes».






Total, que desde ahora queda consagrado un nuevo modelo de Estado en el que, como en la granja de Orwell, todas las comunidades son iguales, pero hay una que es mucho más igual que las demás. Si alguien hubiera dicho hace unos años que el Tribunal Constitucional avalaría este convoluto entre la infamia y la chapuza, habría sido tomado por tan fantasioso o incluso demente como el que en los 70 hubiera pronosticado que el Consejo del Reino incluiría a Adolfo Suárez en una terna de candidatos a la presidencia del Gobierno. Ahí es donde entran en juego las arriesgadas parteras de estas criaturas imposibles, loadas para siempre si el niño sale guapo, como le ocurrió a Torcuato, o cubiertas de perpetuo oprobio, si lo que se alumbra es un monstruo como creo que le ocurrirá a Torcuata.





¿Y cómo se casa esta dura evaluación con toda la pirotecnia de la ampulosa indignación de Montilla y gran parte de la clase política catalana? La respuesta es fácil, pues su estrategia es la de quien habiéndose apropiado de algo que no le corresponde -potestades y competencias anejas a la soberanía nacional- pone el grito en el cielo porque se le obliga a devolver una pequeña parte, buscando la garantía de que le será «restituido» antes o después.




Churchill lo explicó muy bien al resumir lo ocurrido en la conferencia de Múnich sobre Checoslovaquia: hubo un tipo que «en vez de apoderarse de las vituallas que había sobre la mesa, aceptó que se las sirvieran plato a plato»; ese tipo «exigió una libra» y los otros se la dieron; después «exigió dos libras» y, como eso ya era intolerable, los otros lograron convencerle «de que se contentara con una libra, diecisiete chelines y seis peniques, y el resto en promesas de buena voluntad». Y claro que, aunque vulneren los derechos humanos, no estoy equiparando ni a Montilla con Hitler, ni a sus socios con los nazis pues, como ya advertí en mi videoblog cuando Cospedal le llamó «fascista», hasta para profesar ideas aberrantes hay que creer en algo distinto del sillón en el que se aposenta el molt honorable culo.


Autor: pedroj.ramirez@elmundo.es

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