Ilustración: "Las armas de los radicales"
Espejos Cercanos por Victoria Prego
"Un granuja y un lunático encabezan el pequeño grupo de sans culottes...". Así comienza el estremecedor relato del libro de Pedro J. Ramírez, El primer naufragio, sobre la insurrección de los radicales revolucionarios franceses contra los miembros más moderados de ese mismo movimiento revolucionario y contra la propia representación parlamentaria del pueblo que, por primera vez en Europa, había sido elegida por sufragio popular.
Estamos en Francia en la primavera de 1793 y lo que sucede en París inmediatamente después de que el rey Luis XVI haya sido guillotinado y durante los siguientes cinco meses hasta que el golpe de Estado jacobino triunfa sobre los intentos de que la ley sobreviva y se imponga a la voracidad de las sangrientas reclamaciones del pueblo, está relatado en este libro con una minuciosidad y una cercanía que sobrecoge.
Y no sólo sobrecoge por lo descarnado del paisaje general que resulta de sumar el conjunto de situaciones y diálogos fidelísimamente rescatados de aquel tiempo y traídos hasta hoy prácticamente sin pasar el filtro de la interpretación histórica. También porque, a lo largo de la crónica del desarrollo de aquella ciclópea tormenta política cuya fuerza fue capaz de desgarrar y destruir cuanto encontraba a su paso, se abren, no una, sino muchas veces, ventanas que nos devuelven súbitamente a nuestros días y nos muestran hasta qué punto muchos de los errores, abusos, manipulaciones, traiciones y crímenes de motivación política que se dieron entonces se siguen reproduciendo en versiones varias 200 años después.
En el París de 1793 los enragés partían de una visceral desconfianza hacia los representantes elegidos por sufragio masculino porque, atención, no se sentían representados por ellos. Los más radicales de los revolucionarios republicanos pensaban además -y tenían un buen puñado de líderes ilustrados dispuestos a traducir con tanta pompa como demagogia tales ideas- que todos los diputados, especialmente los moderados, eran sospechosos de indignidad. Sólo el pueblo, pero el pueblo en la calle, preferiblemente armado, estaba moral e históricamente facultado para ejercer el necesario contrapeso al abuso de poder y al despotismo al que inexorablemente habían de tender sus representantes.
Las sucesivas generaciones de esta parte del mundo han pasado por infinitos avatares desde entonces, siempre mediando la guerra, el miedo, la opresión, la indignidad y la sangre. Europa ha atravesado el siglo XX azotada por todas esas tempestades. Y he aquí que ha llegado al siglo XXI con una inmensa proporción de ciudadanos indignados, completamente ajenos a la violencia que acompañó los movimientos políticos de décadas pasadas, pero con la misma desconfianza hacia los representantes populares a quienes, una vez más, los enragés contemporáneos niegan precisamente la autoridad política y moral para ejercer esa representación.
Es llamativo el que, 200 años y muchos Parlamentos después, una porción de nuestro pueblo soberano adopte el mismo adjetivo para definir su posición. Durante la Revolución Francesa tal actitud se impuso, de grado o por la fuerza, como la más patriótica, la más puramente revolucionaria. Hoy es esa misma rebeldía popular la que se otorga el título de la más pura y democrática.
Se repiten también las traiciones. Traición, por ejemplo, a la voluntad de la mayoría silenciosa, esa que habitualmente no vocifera y que retrocede ante las amenazas, presa del pánico a su desautorización moral, cuando no a la persecución y al castigo. Traición a la ley que, en el París revolucionario, permitía al «hábil, brillante y venal» Danton defender la legalidad republicana y erosionarla a la vez.
Traición a los grandes argumentos y valores de un modelo naciente de sociedad, que en 1793 reflejan las palabras del diputado moderado Vergniaud, perteneciente al sector de los que luego recibieron el apelativo común de girondinos: «Es importante saber si el que venga a la Convención a hablar de orden y justicia se expone a ser asesinado a la salida». ¿En cuantas ocasiones, después de la brutal y descarnada Revolución Francesa, sorprendentemente mitificada como modélica en el alumbramiento y consolidación de la defensa de las libertades y de la igualdad, ese mismo peligro de muerte se ha cernido en la Europa contemporánea sobre ciudadanos templados, moderados, defensores de la ley y respetuosos de las vidas ajenas?
ORWELL, 1793
Los sucesos del París revolucionario resultan así ser un espejo replicado hasta el infinito en el que los gorros frigios de escarapela tricolor se reflejan en los siglos posteriores con forma de sombreros de ala flexible, de gorros de piel con estrellas rojas de cinco puntas o gorras de plato con cruces gamadas. Y en ese espejo es en el que comprobamos que Orwell llegó demasiado tarde a nuestras vidas y a nuestros pensamientos. Ahí estaban, por ejemplo, en el año 1793 y sucesivos, los parisinos enragés practicando lo que llamaron la «fraternización», actividad que consistía, explica Ramírez, en «invadir cada asamblea a la que acudían personas amantes del orden» con la intención de imponerse sobre ellas y convertir ese asalto «en un disuasorio despliegue de la razón de la fuerza». De modo que el buen patriota viera triturada su esperanza de ordenar la vida pública, y se supiera vencido además de estigmatizado como intrigante o como terrorista. Y en peligro, por lo tanto, de ir a prisión y a la guillotina.
Allí está la creación del quintacolumnismo como coartada para el exterminio. Una idea puesta a punto por el pulcro Robespierre y secundada con apasionada saña por los radicales sedientos de sangre habituados a bramar de alegría ante los anuncios de condenas a muerte de «enemigos del pueblo»: «No es suficiente», advierte El Incorruptible, «que paremos el avance de los contrarrevolucionarios. Tomemos medidas [también] contra los cómplices de los rebeldes... Es preciso impedir que los enemigos de la libertad, sea cual sea el nombre que adopten, abogados, nobles, financieros o curas, puedan destruirla... Cuando la patria está amenazada, un hombre sospechoso es un monstruo». En el espejo de este primer naufragio de la democracia moderna se apiña todo lo que luego hemos visto y repetido: la propaganda como instrumento de manipulación, la grandilocuente llamada a los principios para enmascarar matanzas, la demonización del disidente, la implacable crueldad de quienes, entronizándose como poseedores de la verdad, se proclaman defensores de la patria, del pueblo y de la vida.
Y así es cómo ese espejo multiplicado nos enseña hasta qué punto, repitiendo equivocaciones y desmanes, yendo de fracaso en fracaso y tratando de reponerse después, la humanidad avanza. Penosamente, pero avanza.
Victoria Prego en Crónica
>EL PRIMER NAUFRAGIO
Pedro J. Ramírez
Editorial: La Esfera de los Libros.
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