viernes, 14 de diciembre de 2012

Encrucijada

Hoy, a pesar de lo jugosa que está siendo la semana en términos políticos y económicos, voy a dejar a un lado mi querencia a criticar u opinar sobre los mismo para centrarme en un tema que me genera bastantes dudas morales.

En el momento de escribir estas palabras (que no a la hora de publicarlas) me encuentro en un vuelo de regreso tras haber vuelto a vivir uno de los momentos más difíciles que tiene un gestor en la empresa privada: despedir a un colaborador. En las 2 horas largas que me separan de mi destino se atropellan los sentimientos contradictorios en mi corazón y en mi mente.

Por mis creencias religiosas, mi formación ética y moral, el despido es una medida extra que sólo debe responder a infracciones graves del empleado o colaborador.

Para mí un empleado que reiteradamente no desempeña su trabajo con los mayores estándares de calidad, se ausenta del mismo reiteradamente y sin causa justificada, miente o es desleal y/o sustrae pertenecías de la compañía no merece ni un segundo de sentimiento de culpabilidad por parte de la persona que le despide. En esos caso, hay que respetar los mínimos morales para la salida del empleado de la compañía sea lo más honrosa posible dependiendo de la causa del despido.

El dilema moral, ético y religioso surge cuando debes tomar la decisión de prescindir de un colaborador que desarrolla su labor con unos estándares de calidad mínimos u óptimos, ya sea porque sus habilidades y cualidades no le permitan rendir más o porque su puesto sea redundante o poco rentable. En estos casos es cuando la búsqueda de una justificación moral que te permita dormir por las noches se hace harto difícil, puesto que no hay una causa objetiva moral que te permita anclar los sentimientos de culpa y eviten que por la noche te ataquen. Aunque la decisión final la haya tomado otro, o finjas que ha sido otro el que la tome, al final es el jefe directo el que debe asumir la decisión empresarial. Obviamente puedes acudir a distintas formulas o excusa para disculparte: sino prescindimos de este puesto o no tomamos medidas ahora ponemos en riesgo la viabilidad de el resto de los puestos de trabajo (esta disculpa es la socialmente mejor vista), sino no te despido el siguiente soy yo (esta fórmula es la más egoístas), me pagan para tomar las mejores decisiones para el futuro de la empresa, etc.

El problema es que, de todos modos, estas dejando en la calle a una persona en una de las crisis económicas más graves de la historia de España, con escasas o nulas posibilidades de reincorporase a la vida laboral por su edad y su alto grado de especialidad en un sector que está en una salvaje restructuración. Otro problema es que al final, por mucha tarjeta que tengas (entiéndase puesto), por muy alto que sea tu salario, por muchas horas y desvelos dediques a la empresa o por mucho que te diga la alta dirección lo importante que eres, no dejas de ser un asalariado que en cualquier momento puedes encontrarte en esa misma situación.

Todavía no sé por qué no he delegado esta ingrata tarea de hoy en Recursos Humanos o en el jefe directo de la persona en cuestión. Bueno… Sí, los sé. Porque moralmente me veía en la obligación de enfrentarme cara a cara a la decisión tomada y a sus consecuencias.

Doy gracias a que esta circunstancia sólo se ha dado una vez en mis 13 años de carrera profesional, el resto de las veces, como yo digo, “el empleado se había ganado el despido a pulso”.

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